80 cuadras en Bogotá


Mis padres eran argentinos. Mi abuelo paterno era polaco. Mi abuela paterna era argentina, hija de rusos. Mi abuelo materno era marroquí, de cuando Marruecos pertenecía a España y mi abuela materna era argentina hija de italianos

De allí vengo. 

Pero no sólo eso soy.

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Después de 5 días de cursos, clases y charlas con estudiantes y docentes de música finalmente tuve casi todo un día para conocer la parte histórica de Bogotá y allí fui, al barrio de las Candelarias.

Y entonces la plaza Simón Bolívar, y las calles de turistas y los puestos y las laderas de vegetación hermosa y los museos.

Y Botero. El extraordinario Botero, con sus Gordas y Gordos. O, mejor dicho, con su Gorda y su Gordo que se repiten en todas sus obras. Porque siempre que hay una mujer es su Gorda y siempre que hay un hombre es su Gordo. Y así, hasta Adán y Eva son el mismo Gordo y la misma Gorda de siempre, siempre iguales, pero también siempre individuales y entonces siempre diferentes.

Y hay algo en Botero; es como un niño que pinta siempre lo mismo, y es tan simple, al igual que sus títulos. Hay tan poca pretensión. Y sin embargo, la cara de su Gorda/o, nada dice y entonces todo lo dice.

Me impactó su museo y me produjo lo que tantas veces me produce la pintura, como un calor en el pecho, parecido a una emoción, a una angustia, a una zona más allá de la comprensión comprensible. Más allá de la frontera que la mente alcanza.

Ese fue mi día de turismo bogotano y parecía que terminaba allí, pero no.

Porque en lugar de tomar un taxi para volver a la zona financiera, cercana a la Universidad Pedagógica donde se encontraba mi hotel, decidí hacer lo que tanto me gusta hacer cuando estoy en una ciudad que no es la mía (y muchas veces también en la mía): Caminar.

Y fue así como miré mi Google Maps, y vi que, entre la Plaza Simón Bolívar y mi hotel había "sólo" unas 80 cuadras, una hora y media de caminata, una hora treinta y cuatro minutos para ser más exactos. Y empecé a andar.

Y allí ocurrió quizá lo más bello, el andar por la ciudad y ver cómo se iba transformando a medida que la andaba. Y así fueron los puestos de vendetutti que casi no te dejan lugar para pasar y la gente amontonada y los verdes de las plazas y los edificios inmensos (y algunos incomprensibles) y el bullicio y la música colombiana que está de fondo de todo y las bocinas de las motos que son como una música de fondo de la música de fondo de todo y el tránsito serpenteante y las calles desiguales… 

Latinoamérica.

Y yo, que soy argentino, pero que más profundamente soy de Buenos Aires y que vengo de la ciudad más europea de Latinoamérica me encontré latinoamericando y latinoamericado; como otras veces me pasó en Colombia, sí, pero un punto más. Feliz y orgulloso de uno de mis orígenes, ni más ni menos valioso que los otros. Sino uno más.

Como si el europeo que hay en mí necesitara del latinoamericano que hay en mí, tanto como a la inversa.

Como si algo de la hermandad se presintiera mientras desandaba las 80 cuadras; pero no sólo de la hermandad latinoamericana o de la hermandad europea sino más bien como si algo de la hermandad entre el latinoamericano y el europeo que soy apareciera en mí, casi sin darme cuenta.


Como si una hermandad más profunda, más honda

más dolorosa también 

(sí, más dolorosa también)

hubiera allá,

en el fondo humano.