Deambulantemente


En Santiago la vida se detuvo

y las callejuelas invitan a otros tiempos

meterse allí y perderse es el juego

dejarse deambular

Llueve, por supuesto

y humedad, y frío si es invierno.

Cada vez que voy a Santiago de Compostela me alojo en el centro histórico. Conozco poco del resto. Hace 10 años que voy. Primero fue una vez por año, rápidamente 2, luego 3 y ahora 4 veces, siempre entre octubre y mayo. Y siempre es siempre lo mismo; la sensación de estar detenido, bellamente detenido en un tiempo sin tiempo. Tiempo de caballeros, de reyes, de castillos. Y de catedral.

La Catedral de Santiago.

Ella y su Plaza del Obradorio. Y el Hostal de los Reyes Católicos al costado.

Y la gaita. Siempre la gaita en el pequeño tramo de calle que queda debajo de una casa que le hace las veces de techo. Siempre la gaita, como una música de fondo sin tiempo en la ciudad sin tiempo.

Pero eso no es todo, porque además, si te alejás un poco del sonido de la gaita pero nunca tanto como para dejar de escucharlo, y vas, digamos que, hasta el final del hostal y entonces caminás hasta donde te permite la calle y llegás al límite, alejándote de la Catedral, aunque en la misma plaza y sin perderla de vista, te encontrarás entonces casi sorpresivamente con una especie de balcón desde el cual se ve una buena parte de Santiago, con sus casas de techos rojos y sus muros de piedras y verás desde arriba las callejuelas que quizá recorriste antes. Y eso ya es bello y cuánto… pero sin embargo no es todo, porque además, si tenés suerte o estás allí porque quizá te contaron y entonces lo fuiste buscando o quién sabe por qué, desde ese mismo balcón vas a poder ver… el atardecer.

El mágico atardecer frente a tus ojos.

Y si además tenés más suerte y hace ese calorcito que empieza a hacer en primavera, con el sol que te acaricia blando a eso de las 6 de la tarde, y si además tenés todavía más suerte y está abierto el café de ese mismo hotel, con las mesitas afuera, y un mozo te trae una cervecita bien fría con alguna tapita, por supuesto, y estás allí mientras ves el mágico espectáculo de la caída del sol; si tenés esa suerte, digo, no te la pierdas porque vas a estar un rato a la orilla de la felicidad. Una felicidad siempre pasajera, siempre ondulante y nunca definitiva, sí. Pero felicidad.

Y entonces te quedás largo

hasta que el sol sea un recuerdo dulce

y pagás tu cervecita

y te levantás

y te dejás llevar otra vez por las callejuelas

hasta donde ellas quieran llevarte

porque da lo mismo el destino

si finalmente estás en Santiago.

Y entonces es como un estar para siempre

un detenerte un rato pero nunca del todo

sino deambulantemente

un caminar sin tiempo

hasta que decidas irte al hotel

y entonces la luna te sorprenda

y te quedes a deambular un rato más todavía